Si hay un Dios, como resulta innegable por la consideración de las obras de la Naturaleza, debe ser lo más alto, lo más inteligente, lo más puro, lo más sublime que nuestra mente puede concebir y mucho más de lo que nos es dable imaginarnos, puesto que jamás la obra puede ser superior a su autor. Si hay en tu conciencia sentimientos de bien, es porque Dios es el bien en esencia; si hay anhelos de justicia, es porque está conciencia tuya deriva de Uno que es la Justicia Infinita. Como dice el escritor sagrado: ·El que hizo el ojo, ¿no verá?, el que hizo el oído, ¿no oirá? ¿no entenderá el que dió al hombre la ciencia?
Si Él sabe y entiende, por ser la sabiduría infinita, conoce tu corazón; no puedes ocultarle nada. Sabe cómo piensas acerca de Él. ¿Crees que es justificable tu indiferencia, tu apatía, tu desamor hacia Aquel que le dió el ser y te ha puesto el mundo de admirablemente constituido para tu beneficio? La actitud de otros muchos seres humanos igualmente escépticos no justifica en nada la tuya propia. Está consignado en la Sagrada Escritura que “Cada cual dará a Dios ser razón de sí”
No digas que debido a tu formación intelectual, o a los desengaños recibidos tras la ilusión religiosa que hermoseó los días de tu infancia, ya no es posible en ti la fe; que durarías siempre, por mucho que te esfuerzases en creer. Hemos conocido a muchos que decían lo mismo y han llegado en poco tiempo a ser fieles cristianos, poseedores del precioso patrimonio de paz, gozo y esperanza que proporciona al alma la fe cuando es profesada leal y conscientemente. Todos ellos empezaron concediendo un pequeño grado de probabilidad a las grandes afirmaciones cristianas, y a una probabilidad mucho mayor a sus ideas materialista, Pero llegó para ellos un día feliz en que vieron el asunto desde un punto de vista diferente. Persuadidos por innumerables pruebas, iluminados por la gracia divina, vinieron a considerar mucho más razonable y evidente la existencia de Dios y la revelación cristiana que su negación.
Llegados a esta posición de la mente, fueron invitados a dar el glorioso salto de la fe, aceptando a Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador de sus almas. Lo dieron, orando a Dios humildemente en demanda de luz, de paz y de perdón, y su seguridad y su gozo aumentaron de un modo inefable. Es que a la evidencia externa añadieron la experiencia personal, la cual, si no es prueba para el que no cree, lo es en grado sumo para el que posee la preciosa experiencia de la fe.
No es que ahora lo comprendan todo, ni que puedan explicárselo todo. Hay cosas profundas en Dios que el hombre jamás podrá entender, pero de ningún modo es necesario comprender a Dios para reconocerle y amarle, como no necesito estar enterado de todos los detalles acerca del ser físico, carácter y costumbres de quién labró mi mesa de escritorio para creer que he dicho mueble fué construido por un artífice inteligente.
Puedes creer en Dios y a llegarte a Él desde el mismo momento en que tu mente percibe alguna prueba de bastante peso para inclinarte a la fe. Si así es, cógete a ella como el náufrago a la tabla salvadora o a la mata de hierba del acantilado por dónde se empeña en subir a lugar seguro de los embates del Océano. Apoyáte en tal o tales pruebas y ora a Dios, al Dios de la naturaleza que presiente tu conciencia, seguro de que Él te oirá y agrandará de día en día la visión de tu fe. Hazlo antes de que sea demasiado tarde para ti.
No es relato imaginario, sino un incidente histórico que ha visto la luz pública en muchos periódicos de diversas lenguas, sin que nadie haya tratado de desmentirlo.
El catedrático Dr. Paulus, de París, poco antes de morir hizo reunir a su alrededor a un grupo de amigos para que pudiesen ver cómo terminaba su existencia un ateo y filósofo.
– Tomaréis apuntes – les dijo. Yo os dictaré los síntomas de la muerte. Los últimos momentos de la vida de un filósofo pueden ser de gran utilidad para la ciencia.
En efecto, iba dictando con voz clara los síntomas que se presentaban. Sintiéndose más débil, murmuró:
– He aquí el trabajo de disolución; he aquí el fin de lo que llaman alma.
Sus amigos esperaban alguna revelación que pudiese verter alguna luz interesante sobre el misterio de la muerte, viniendo de un hombre que sólo creía en la materia, nada en el espíritu. Pero el catedrático permanecía insensible, con los ojos cerrados. Esto duró algunos instantes, cuando de repente, sobresaltándose el moribundo, cuyos ojos brillaron con una expresión extraordinaria, exclamó:
– ¡Hay otra vida, hay otra vida! Después de esto perdió el conocimiento.
Descubrir que hay Dios y otra vida en el supremo momento de la muerte es una horrible tragedia, cuando se ha vivido lejos de Él y en oposición a su soberana y sagrada voluntad.
Buscar a Dios en esta vida; descubrir cada día nuevas e irrefutables pruebas de su existencia en la grandeza de sus obras; de su cuidado y providencia paternal en la propia experiencia; poner a prueba las preciosas promesas de las Sagradas Escrituras y ayer las fieles y verdaderas; esta actitud del alma produce una vida feliz y una muerte más feliz todavía.
Tal ha sido la suerte de muchos cristianos y puede ser la tuya también. ¿No quieres para ti la misma dicha? Prefieres andar a oscuras hacia el fin de tu vida terrena que puede estar no tan lejos como te imaginas? ¿Pretendes entrar en tu estado de incertidumbre y de enemistad con Dios a la insondable Eternidad?
Dios quiera que no sea ésta tu suerte fatal, si no que iluminados los ojos de tu alma por la gracia divina puedas decir muy pronto como el apóstol San Pablo: “Yo sé en quién he creído y estoy cierto que es fiel y poderoso para darme todo lo que me ha prometido” “Yo sé que Dios es mi Padre y Cristo mi Salvador”
¡Ojalá que por los siglos de los siglos pudieras, lector querido, bendecir aquellos momentos en que pusiste tus ojos sobre estas humildes líneas!
Por : Samuel Vila
Publicado en junio de 1945 revista “El Camino”