En el ojo del huracán - como un creyente sigue adelante en tiempos de crisis

Por : José Hutter

Primera parte: aspectos espirituales

El otro día estaba leyendo un artículo sobre un fenómeno bien conocido: el miedo nos paraliza. Una persona que tiene miedos y temores no es capaz de tomar una decisión razonable. De hecho, en muchos casos es incapaz de tomar ningún tipo de decisión. Seríamos ingenuos si pretendiésemos que esto no ocurre entre creyentes. Ocurre entre los hijos de Dios tantas veces como entre personas que no son creyentes. Sería interesante averiguar el porqué, pero de momento nos contentamos simplemente con constatar el hecho.

Precisamente en los últimos tres años, parece que el miedo no solamente se ha apoderado del mundo en términos generales, sino también de la iglesia del Señor. En más que un culto apenas se nota ya casi nada del gozo Cristiano, pero mucho de gente insegura, miedosa y hasta aterrorizada. Y esto – no cabe duda – tiene que ver con los tiempos que corren.

En vez de mirar hacia el futuro con confianza como le corresponde a un creyente, parece que el único tema que interesa a las ovejas del rebaño del Señor es el momento cuando el lobo viene y nos come a todos.

No cabe duda: los tiempos que nos tocan vivir son históricos en muchos sentidos. No es el lugar para entrar en detalles. Pero una cosa está clara: a estas alturas no hay que especular si vienen tiempos de crisis o no. Ya están aquí, y solamente estamos hablando del inicio. Lo peor no ha pasada, sino está por venir. Hay bastante más que está a punto de acontecer que requiere que estemos preparados.

Los tres años que ha durado la pandemia del covid y las restricciones correspondientes han dejado también a más de un creyente desconcertado. Muchas personas, sobre todo personas mayores, han visto sus vidas alteradas de una manera jamás esperada. Y todo indica que con esto la serie de consecuencias aún no ha terminado, sino que estamos al inicio de unos cambios en nuestra sociedad que marcarán un antes y un después.

Como creyentes tenemos que estar preparados. Y la buena noticia es: de entrada nadie puede estar mejor preparado para enfrentar lo que nos viene encima como un creyente. No solamente estamos hablando de encarar el futuro con confianza y tranquilidad, anclados en nuestra fe, sino también de la oportunidad de vivir vidas ejemplares que también pueden atraer a otros a la fe que profesamos.

Lo que quiero esclarecer en esta serie de artículos es de índole más práctico: ¿Cómo podemos vivir como creyentes en tiempos como los nuestros donde la sociedad tal y como la hemos conocido en las últimas décadas de forma irremediable está entrando en un estado de plena disolución y desorden?

Estamos observando a nuestro alrededor como muchas personas se encuentran indefensos ante estos desafíos espirituales, económicos políticos y sociales. Aquellos que me conocen saben que mi actitud hacia estos desafíos es de confianza y optimismo, pero también de determinación y acción. Y eso no porque creo en la capacidad de nuestros gobernantes, sino porque no me cabe duda de que Dios sigue siendo soberano y poderoso.

En este primer artículo quiero centrarme en lo más básico. Y esto tiene que ver con la estabilidad y el equilibrio espiritual del creyente. Tenemos que empezar con nosotros y no con los demás. Sugiero cinco puntos que son fundamentales a la hora de imponer estabilidad y tranquilidad a nuestra vida personal:

1. Teología básica: la soberanía de Dios y la fragilidad de la vida humana

Puede parecer extraño que antes de hablar de los elementos “clásicos” de la espiritualidad personal del creyente – la lectura bíblica y la oración – tendremos que constatar una cosa fundamental que es de índole teológico. Pero es tan importante que todo lo que aprendamos de la Escritura se alinee con la gran verdad que se expresa en una frase: Dios está en control. El es soberano y nada en el vasto universo se le escapa. Y la segunda cosa que tenemos que repetirnos todos los días no es menos evidente: esta tierra no es mi hogar. Estoy aquí de paso y mis días están contados. Soy un vaso muy frágil y en algún momento me tendré que rendirme ante lo inevitable: me iré de aquí. Por cierto, no pasa nada si pronunciamos ambas verdades varias veces al día en voz alta. No es un mantra. Pero es una gran verdad. Y las grandes verdades de vez en cuando hay que decirlas en voz audible. Y tampoco importa que otros nos puedan escuchar.

Y si juntamos ambas verdades quedamos con otra que resulta una de las más reconfortantes para el creyente: el Dios Todopoderoso me tiene en su mano soberana en este mundo y en el mundo que viene. La vida eterna ya ha empezado y el creyente la tiene garantizada por el pacto de la sangre de Cristo.

Ambas cosas nos ayudan a encararnos con los grandes desafíos de esta vida con más tranquilidad.

2. Estudio de la Palabra de Dios

Con estas dos cosas en la mente, podemos exponernos a lo que Dios nos dice en su Palabra. No es solamente cuestión de leer algo en la Biblia, sino de leerla de forma sistemática y al ser posible usando una buena Biblia de estudio. Lo que aprendemos de la Palabra de Dios no solamente nos ayuda en esta vida, sino que sus enseñanzas también son relevantes en la vida que viene. Y esto por una razón muy sencilla: la Palabra de Dios es eterna. Lo que aprendemos aquí nos lo vamos a llevar para otra vida. Es un aspecto que tantas veces se olvida: nos llevaremos nuestra memoria. Eso sí: una memoria purificada. Pero todo lo que es bueno y verdadero en esta vida formará parte de nuestra vida en el futuro. Leer la Biblia y aprender sus grandes verdades también es una forma de preparación para lo que nos espera.

Además, la lectura de la Biblia tiene otro aspecto muy importante: de esta manera sintonizamos con los planes y las ideas de Dios. Así llega el aliento de la eternidad a nuestras vidas y nos permite evaluar todo lo que pasa en este mundo a la luz de la verdad divina.

La Biblia no solamente está inspirada. Es una fuente de inspiración continua para el creyente. El Espíritu Santo que mora en el creyente se regocija en estas verdades, lo transmite a nuestro ser y esto hace que en medio de las pruebas de esta vida pueda disfrutar de pastos verdes, senderos bien trazados y fuentes de aguas cristalinas y frescas. Es un privilegio que nos da a los creyentes una ventaja enorme sobre otras personas que carecen de este privilegio.

Cuando leemos cómo Dios actuó en tiempos pasados con su pueblo, cuando nos llegan sus palabras eternas y su sabiduría que nos ayuda a vivir según su voluntad, entonces irrumpen los rayos del sol en nuestra oscuridad y nos dan aliento y ánimo.

3. Oración

Y luego viene el momento cuando también nosotros nos dirigimos a nuestro Señor en oración. Es nuestro momento de máxima intimidad con nuestro Creador. No existe otro privilegio mayor para nosotros, pero al mismo tiempo no se ha descuidado más de ninguno que de este.

Cuando hablamos de oración, no debemos de pensar solo, y en primer lugar, en ruegos y peticiones. La oración empieza con un recogimiento solemne en la presencia de nuestro Señor. Él acude a esta cita siempre, sin demora y fielmente. Es en este silencio de confianza donde el creyente se somete de forma consciente a la voluntad del Señor. Oración no es recitar una serie de “motivos” de oración, como solemos llamarlo. Personalmente, esta práctica muy extendida en nuestros círculos a veces me recuerda más a una lista de compra o a una relación de peticiones como Dios debería administrar esta tierra. En muchos casos nos hemos peligrosamente aproximado a esa palabrería de la cual el Señor nos advierte seriamente en Mateo 6. Usar todo tipo de repeticiones y muletillas piadosos es una deshonra y un insulto a nuestro Señor. Sería mucho mejor no decir nada que usar palabras simplemente para matar el silencio. En la oración confesamos nuestros pecados y nos apoyamos en la eficacia del perdón de nuestro Señor. Podemos alabarle y agradecerle por tantas cosas que hemos recibido de parte de él.

4. Cantar

Y hay otra cosa que podemos considerar como un tremendo privilegio: cantar salmos e himnos para su gloria. Personas que cantan para honrar a Dios expresan esperanza y se centran en las grandes verdades que van más allá de las cosas que quieren ocupar nuestra mente todos los días. Hemos llegado hoy al punto que se considera raro que una persona cante alguna canción o un himno cristiano en casa. Más raro aún – incluso casi exótico – son los cultos familiares que eran uno de los pilares de la Reforma y caracterizaban durante siglos al pueblo de Dios. Que una familia se una en algún momento del día para alabar a Dios es la gran excepción en el siglo XXI. Los grandes himnos del pasado, ya casi en vías de extinción, son compendios de teología bíblica, expresada en un lenguaje poético y adornado con una melodía sencilla y fácil de aprender. A su lado, los “cánticos” o “alabanzas” actuales con sus afirmaciones superficiales y en muchos casos teológicamente equivocadas son como un almacén descuidado al lado de una catedral.

Nunca hay que olvidar que podría llegar el momento cuando las circunstancias no nos permiten apoyarnos en otros. He conocido a creyentes que por su edad y sus limitaciones físicas ya no pueden acudir a ningún culto y que tienen problemas para seguir un culto por la radio o por internet. Pero al mismo tiempo tienen un gran tesoro de himnos y coros aprendidos de memoria que les acompaña y les enriquece en su interior. Lo mismo se puede leer en testimonios de personas que por causa de su fe fueron encarcelados sin posibilidad de tener comunión con otros cristianos. Estas personas son capaces de celebrar un culto en su interior y esto ha salvado a más de uno de perder el juicio o caer en una depresión profunda e irrevocable.

En esta categoría cae también la gran riqueza que significa saber de memoria no solamente versículos bíblicos sueltos sino porciones enteras de la Palabra de Dios. Una persona que sabe celebrar un culto de adoración silenciosa en su interior es capaz de aguantar muchas adversidades en este mundo.

Es muy importante a veces apagar de forma consciente todo el negativismo y cinismo que nos rodea, este oleaje continuo de noticias malas y devastadoras de nuestros medios de comunicación y sobre todo de las redes sociales. El creyente no tiene porqué exponerse continuamente a estas influencias destructoras. Hacemos bien en crearnos nuestros propios oasis a lo largo del día para poder recoger fuerzas. Falta nos hace.

5. Iglesia

Y como último, los creyentes contamos con un recurso que los demás no conocen. Realmente no debería ser necesario hacer mucho hincapié en este tema. Hasta los psicólogos seculares nos hablan hoy de la importancia para una persona de disponer de una red social de apoyo. La iglesia ofrece eso, y mucho más. Como creyentes disponemos de esta “red social”, que lleva dos mil años de existencia y ha demostrado su utilidad bajo las circunstancias más complejas. Se llama “iglesia”. Juntamente con otros creyentes que profesan la misma fe no solamente nos reunimos para adorar al mismo Dios. La iglesia cristiana es mucho más que simplemente una reunión. Estamos hablando de vivir en comunidad, en un mismo cuerpo. Y en este sentido nos animamos mutuamente en los problemas y desafíos de esta vida y también nos alegramos juntamente y celebramos cuando se nos brinda la ocasión. En un entorno donde la soledad y el aislamiento es un problema cada vez más grande, como creyentes tenemos este inmenso privilegio de no estar solos nunca. Nos apoyamos mutuamente, oramos el uno por el otro, nos cuidamos, nos peleamos (sí, esto ocurre a veces y no es una tragedia), nos perdonamos y nos complementamos. El distintivo de los primeros cristianos era su amor mutuo y los paganos romanos que vivían en una sociedad altamente individualizada y hedonista no podían hacer otra cosa que exclamar sorprendidos: “¡Mira, como se aman!”.

Que una iglesia funcione correctamente, depende de todos y cada uno de sus miembros que hacen todo lo posible para que esa comunidad goce de buena salud.

Por propia experiencia puedo testificar que estos planteamientos son decisivos a la hora de dar a los creyentes una ventaja muy grande sobre el resto de la sociedad donde viven. Cuidar de nuestra salud espiritual – y por ende también mental y en muchos casos física – es uno de los privilegios que tenemos como creyentes.

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