El coste de la Gran Comisión

Por : Heber Torres

Cualquier personaje público se sentiría agasajado y satisfecho ante una capacidad de convocatoria como la que observamos en estos versículos, pero el Hijo de Dios no se marea ni se altera con las cifras o el ruido mediático. No busca la aceptación de una mayoría servil, ni se conforma con estar en boca de todos. Su interés genuino por cada una de esas almas lo impulsa a interrumpir el paso para incidir en un aspecto crucial del evangelio: el coste de seguir a Cristo.

En los versículos precedentes, el Maestro ha relatado la historia de una gran cena a la que, en el último instante y estando ya todo preparado, los invitados deciden no asistir apelando a la familia, las posesiones o sus propias preferencias. En este caso, Jesús no parece tener un problema con la falta de aforo, pero la compañía de muchos no garantiza su compromiso con una causa que demanda más de lo que la mayoría de ellos presupone. Un séquito creciente lo sigue con expectación, pero no necesariamente con entendimiento. Y el texto indica que, “volviéndose” (v. 25), Jesús deliberadamente detiene su marcha con el fin de dirigirse a las grandes multitudes que lo rodean. Lo que encontramos en estos versículos se aleja de lo que muchos consideran un mensaje “evangelístico” al uso. Sin embargo, llegados a este punto, son muchos los que le acompañan, pero pocos los que lo siguen. Por eso Cristo decide interrumpir de manera drástica su travesía. Jesús utiliza una misma expresión hasta tres veces: mis discípulos” (v. 26), mis discípulos” (v. 27), “mis discípulos” (v. 33) identificando a los suyos como aquellos que renuncian a todo lo demás para seguirle a él.


 1. Renunciar a tu identidad (v. 26)

 En la cultura judía, la familia desempeñaba un rol fundamental, y aun cuando uno se independizase siempre quedaba ligado a su prole originaria. La pertenencia a una estirpe particular dotaba al individuo de identidad propia, y la fructificación de una familia confirmaba la bendición de Dios sobre su vida y la de los suyos. ¿Cómo puede ser que Jesús pida a sus discípulos que amen a sus enemigos (Mateo 5:44) pero que aborrezcan a sus familiares? Lo cierto es que aborrecer” (misei) era una expresión común en la época. Pero no siempre se empleaba para expresar odio o rechazo, también podía indicar indiferencia o preferencia. Jesús no está diciendo que sus discípulos deben renunciar a sus familias o ser desleales para con sus progenitores (Mateo 15:4). Lo que sí está diciendo es que sus discípulos deben renunciar a dar preferencia a sus familias para, así, darle la prioridad debida a Él. El Mesías tiene que explicar a esa gran multitud que la pertenencia a una familia o grupo propio no mejora nuestra posición ni altera nuestra condición delante de Dios. Y, sin embargo, nuestro apego a una familia o grupo sí puede alejarnos de Dios. Al que se conduce de esa manera, Jesús le advierte: No puede ser mi discípulo”, literalmente “no es capaz”. En el texto paralelo en Mateo se matiza: no es digno de ser mi discípulo” (Mateo 10:37). El Hijo del hombre clarifica que los que no obedecen este precepto no sólo no pueden, sino que no deben ser sus discípulos.

Entre otras ocupaciones, Jonathan Edwards sirvió como pastor en una iglesia local por más de 20 años. Un día, al acabar un culto, varios miembros de la congregación se reunieron para expulsarlo de manera inmediata y permanente. ¿Por qué? Se había negado a darle la comunión a varios de sus hijos en la reunión del domingo porque vivían desordenadamente. Por más de dos décadas habían sido expuestos a la enseñanza de las Escrituras. Se jactaban de su conocimiento y pureza teológica. Pero en un momento determinado, los lazos familiares pesaron más que las verdades bíblicas, y su identidad más que su compromiso con Cristo. Tristemente no se trata de un caso aislado, y la Iglesia cristiana hoy tampoco es ajena a esta cuestión. El ser humano desea sentirse aceptado por sus semejantes. Ya sea por aquellos a los que les unen lazos sanguíneos o con quiénes comparte sus gustos o sus aficiones. El formar parte de un grupo se convierte para muchos en motivo de orgullo. Al punto que estarían dispuestos a renunciar a cualquier cosa por defender los intereses de sus hijos, amigos, parejas… Por ello, nunca está de más preguntarse ¿amas a tu familia, a tus amigos, a tu “gente” más que a Jesús? (Lucas 9:59-62).

2. Renunciar a tu Personalidad (v. 27)

 Personalidad entendido como los deseos y las preferencias de uno. Encontramos en el pasaje una expresión muy particular. Jesús dice: cargar su cruz” (Lucas 9:23). Se calcula que hasta la muerte de Jesús, solamente en Palestina, los romanos habían crucificado a unos 30.000 judíos acusados de rebeldes, insurrectos, ladrones o terroristas. Para aquella audiencia no podía existir algo tan vergonzoso ni tan vulgar como una muerte por crucifixión. Este castigo estaba específicamente reservado para los criminales de los pueblos conquistados. De hecho, a menos que un romano hubiera cometido un acto de sedición, estaban exentos de morir crucificados. El pensador romano Cicerón llegó a escribir: La sola palabra ‘cruz’ debería eliminarse, no solamente de la persona del ciudadano romano, sino de sus pensamientos, de sus ojos y de sus oídos”.

Algunos hoy animan a la gente a seguir a Jesús apelando a que, de esa forma, se cumplirán todos sus sueños. Otros se acercan a la fe buscando una mejor versión de sí mismos. Pero Jesús insiste: Mis discípulos no solamente renuncian a sus vidas, sino que han de morir a su yo”. ¿Cómo? Cargando su cruz cada día. En el momento en que pronuncia estas palabras Cristo todavía no había sido crucificado y sus discípulos ni tan siquiera imaginan lo que iba a suceder con él (Lucas 18:31-34). Pero esta no era una excentricidad puntual por parte de Jesús. De hecho, se trata del núcleo mismo de su proclamación (Marcos 1:15). En el sermón del Monte ya les había adelantado que los ciudadanos de su Reino son los pobres en Espíritu, los que lloran, los humildes, los hambrientos, los sedientos. Son precisamente quiénes reconocen sus carencias los que serán consolados, los que heredarán la tierra, los que serán saciados, los que recibirán misericordia (Mateo 5:3-10). Jesús se expresa sin reservas: El que no está dispuesto a humillarse, aún incluso hasta perder su propia vida si fuera necesario, no puede ser su discípulo. Yo te pregunto ¿Te amas más de lo que amas a Jesús? Si no cargas tu cruz, y vienes en pos de él, si no lo pones a Él antes que a ti mismo, no puedes ser su discípulo”. ¡No serás capaz!

En los versículos 28 al 32 encontramos dos imágenes que Jesús va a usar para explicar lo que está diciendo. El maestro habla de un edificio inconcluso y una batalla mal planteada. Y no nos resulta complicado visualizar ambas realidades. Al menos hasta hace solamente unos meses, España era un destino turístico muy popular, particularmente por sus playas. A pesar de su belleza, no es extraño observar edificios a lo largo de la costa española sin rematar, vacíos y deteriorados. Además de suponer un lastre medioambiental y provocar una estética grosera, no deja de ser un ridículo para los promotores y los constructores que no finalizaron las obras. Por otro lado, Cristo plantea la escena de un enfrentamiento bélico. Iniciar una guerra presupone la existencia de una estrategia bien desarrollada. Y si es factible caer derrotado ante un ejército más reducido, como la historia ha demostrado en no pocas ocasiones, ¿a quién se le ocurriría enfrentarse por voluntad propia a un enemigo mayor y mejor preparado?

Ambas ilustraciones comparten un mismo modus operandi: los que se involucraron en esos proyectos no calcularon bien lo que les iba a suponer embarcarse en ellos. Todo el esfuerzo no sirvió para nada, las consecuencias fueron ruinosas, y el resultado no fue otro que lamento, pérdida y vergüenza. Jesús confirma que pretender alcanzar la salvación por medio de la identidad o la personalidad de uno mismo resulta simplemente imposible. Tan ridículo como tratar de construir una torre sin dinero o iniciar la conquista de un territorio con la mitad de los soldados que el ejército enemigo. Por muy capaz que uno se vea… ¡siempre se quedará corto!

 3. Renunciar a tu propiedad (v. 33):

No es este un alegato de tintes comunistas. La idea de propiedad aquí no tiene que ver solamente con posesiones materiales, sino también con aspiraciones personales. En toda época, incluida en la que Jesús actúa, las pertenencias aportan comodidades y prestigio social a quien disfruta de ellas. Dentro de una cultura predominantemente agraria, una gran mayoría de población se dedicaba al cultivo del campo, la pesca o el cuidado de animales con el único fin de subsistir. Prosperar y medrar socialmente no resultaba sencillo, pero sí atractivo. Sin embargo, Jesús les recuerda que su compañía no solamente no garantiza la prosperidad de nadie (Lucas 9:58), pero sí supone dejar a un lado el afán y la codicia (Mateo 6:33). La palabra renunciar (apotassetai) sugiere una pérdida de interés en algo que conduce a quien la experimenta a desertar sin resentimiento alguno. Eso es lo que le sucede a cualquiera que viene a los pies de Cristo. Sus intereses y objetivos han de ser puestos a un lado, para perseguir los de su Señor. Porque en Cristo, uno llega a entender que no existe mayor ni mejor tesoro (Mateo 13:44).

Para no pocas personas el dinero, el éxito profesional, la erudición o la admiración por parte del prójimo son causas por las que merece levantarse cada mañana. Sin embargo, en última instancia, aferrarse a cualquiera de ellas viene a ser una inversión desastrosa (Lucas 9:25). Cualquier interés privado en comparación a una unión íntima con el Hijo de Dios es una pérdida absoluta de tiempo y de vida (Filipenses 3:4–8). ¿Amas lo material más que a Cristo? ¿Te preocupa tu bienestar personal o anhelas la aprobación del Señor por encima de todo?

En los versículos 34 y 35, Jesús plantea una última estampa para rematar su discurso. En aquella época resultaba muy popular la sal que se extraía del mar Muerto. El índice de sal de la mayoría de los mares u océanos no suele superar un 3%. Pero el caso del mar Muerto es único, porque llega al 28%. Se calcula que este mar todavía contiene unas 40 millones de toneladas de sal. El problema es que a pesar de ser muy abundante, al estar mezclada con otros minerales e impurezas varias ésta pierde el sabor rápidamente y redunda en un producto de calidad muy pobre. De hecho, a lo largo de la historia se ha venido usando simplemente como remedio “anti caídas” siendo vertida en lugares resbaladizos para evitar accidentes. Jesús incide en que aunque tenga apariencia de sal común, no servirá como tal a menos que realmente condimente. No es la cantidad lo que se valora, sino la calidad de la sal y, si carece de sabor, no cumplirá con su función. Jesús no puede ser más enfático: ¡No valdrá ni como fertilizante! Dicho de otro modo, uno puede conducirse como lo haría un discípulo genuino, pero si realmente no lo es, la imagen que proyecta no alterará su condición. El verdadero seguidor de Jesús no solamente lo acompaña, sino que lo sigue hasta el final, siendo obediente a sus demandas.

Conclusión

El evangelio nos advierte de que en nuestra identidad, en nuestra personalidad, o en nuestra propiedad no hallaremos salvación. Por eso renunciamos a todo ello para aferrarnos a Cristo. Esto es parte del coste de seguirle a Él, ¡y debería ser parte también de nuestra proclamación! Aquel que vino a dar su vida como rescate por muchos exige lealtad y devoción exclusiva por parte de sus redimidos. Y esto, lejos de ser una carga pesada, resulta en toda una liberación (Mateo 11:30). Este es el mensaje que debemos anunciar, y no otro. Quiénes tergiversan, recortan o aderezan lo que Cristo habló buscando alcanzar una mejor aceptación por parte de la audiencia hacen un flaco favor a los que escuchan. “El que tenga oídos para oír, que oiga” (v. 35).