“Salva, oh Señor, porque se acabaron los piadosos…” (Salmo 12)

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Esta oración del salmista nos recuerda las palabras de Elías cuando dijo: “He sentido un gran celo por Yahweh Dios de los ejércitos, porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares y han matado a espada a tus profetas…”. Quizás hoy en día no tengamos un lenguaje tan dramático, pero, tanto el salmista como Elías, nos invitan a participar de este mismo espíritu. Cuando el Señor Jesús limpió el templo por primera vez, su enérgica intervención e interés por la casa “de mi Padre” recordó a los discípulos las palabras de salmo 69: “El celo de tu casa me consume”.

Pasando de la esfera de profesión religiosa al ámbito del mundo recordamos que incluso Lot fue “abrumado por la nefanda conducta de los malvados, porque este justo, que moraba entre ellos, afligía su alma justa, viendo y oyendo los hechos inicuos de ellos”. Otro caso, aún más destacado, es el del apóstol Pablo en Atenas, pues “su espíritu se enardecía (hasta el paroxismo) viendo a la ciudad entregada a la idolatría”. Pero hizo más: “discutía en la sinagoga… y algunos filósofos… discutían con él”, y era tan evidente su acción que finalmente le llevaron al areópago para que presentase su mensaje.

Otro salmista se pregunta: “Si fueren destruidos los fundamentos, ¿Qué ha de hacer el justo?” (Sal. 11:3). Es el fundamento de la sociedad, las bases sobre las que descansa la vida social. Cuando se ha impuesto la costumbre de atacar lo bueno sin ninguna otra razón que, por ejemplo, el provecho personal estas bases están desapareciendo. El reino de la violencia ha reemplazado al gobierno de la ley. En el salmo 12 el punto de dónde depende todo lo malo es la jactancia “¿quién es señor de nosotros?” (4). Dicho de otro modo, no hay que dar cuentas a nadie y se puede hacer lo que se quiera aparte de cualquier norma de honestidad o respeto al prójimo. Finalmente, las víctimas en una sociedad así son los más débiles y vulnerables. ¿Acaso no nos invita esto a los creyentes a tomarnos muy en serio la sujeción y obediencia al Señor? ¿A evitar la mentira y doblez de corazón? ¿Y a proclamar el mensaje de arrepentimiento?

La desaparición de los piadosos lleva a que los malos tomen el control. Si la sal se vuelve insípida difícilmente cumplirá su función de evitar la corrupción y provocar sed espiritual. Lo mismo ocurre cuando la luz, que ilumina las tinieblas y despierta conciencias no hace bien su papel por falta de comunión con el Dios de luz, o por esconder la luz bajo un almud. La falta de piedad y la impiedad se retroalimentan. Cuando falla lo primero suele aumentar lo segundo y eso, finalmente afecta, sea por rechazo del evangelio o porque, con el aumento de maldad, el amor de muchos se enfría.

La verdadera piedad no es superficial. Este no es momento de tratar con algunas de las causas de deficiencias en el concepto de la vida cristiana que vemos en las iglesias. Con todo, las dos palabras originales al comienzo del salmo 12 que se traducen respectivamente por “piadosos” y “fieles”, son conceptos claves sobre fidelidad al pacto; el piadoso refleja el mismo carácter de Dios y desde quien es actúa en consecuencia. El resultado es agradar a Dios, es bueno para la iglesia y para el testimonio al mundo. La vida cristiana no depende de la asistencia a los cultos (aunque forme parte de la vocación del creyente), sino del crecimiento a la semejanza de Cristo. ¿Acaso no dice el apóstol que “somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen como por el Espíritu del Señor”? Y en otra parte, somos revestidos del nuevo hombre “el cual conforme al que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno”.

Es evidente el énfasis de los profetas en que lo que sustenta la vida espiritual y da sentido a los cultos es el carácter santo y el consecuente trato al prójimo. El Señor Jesús citó al profeta Oseas con ocasión de una exageración legal al decir: “Misericordia quiero y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos”. Y el mismo Señor, con ocasión de la limpieza del templo (Mateo 21), citó a Jeremías, diciendo: “Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones”. Si miramos el contexto del profeta, el problema no era tanto el comercio, sino que las fechorías de cada semana las llevaban el sábado al templo, con lo que los malhechores estaban confiados en que la asistencia al culto y sus formas era suficiente para cumplir las exigencias de su conciencia. Pero citando un proverbio: “Hacer justicia y juicio es a Yahweh más agradable que sacrificio”. El plan de Dios, y a lo que Dios ha predestinado a los que creen, es que sean hechos a imagen de su Hijo (Ro. 8:29). Sabemos que cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y Juan añade: “y todo el que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro”. Pablo entendió muy bien el avance que se espera hacia esa meta (Fil. 3:8-14) y urge a que todos los que son maduros sigan sus pasos (3:15-17). Esta perspectiva de la vida cristiana desecha la superficialidad y apela a la consagración al Señor.

La verdadera piedad echa mano de la oración. El desarrollo dramático del Salmo 12 ocurre entre la petición “salva, oh Yahweh” (1) y la confianza del salmista (7). La oración no resuelve todos los problemas planteados (8), pero deja en manos de Dios la intervención para juzgar y finalmente acabar con la impiedad. Sabemos que Dios se cuida del pobre y menesteroso y no es ajeno al devenir de “los hijos de los hombres” (1,8), sin embargo, la oración está en su lugar para que él entre en acción (5, “ahora me levantaré”). Esto no le cambia a él, pero fortalece nuestra comunión con él y la confianza en su soberanía.

La verdadera piedad se fundamenta en la palabra de Dios. Esta palabra contrasta con la mentira con la que funciona la sociedad y, lo que es peor la esfera de profesión cristiana. “Los labios lisonjeros” son los que dicen, por ejemplo, aquello que otros quieren oír; esto, desgraciadamente, lo vemos en nuestros púlpitos (2 Ti. 4:3) al usar eufemismos para el pecado, rebajando las exigencias del discipulado u ofreciendo todos tipo de bendiciones de Dios (por ej. el evangelio de la prosperidad; o sanidad asegurada) sin la verdad completa de la revelación de Dios. La mentira no es un “pecado venial” sino lo que produjo la ruina del hombre desde el Edén. Solo la palabra de verdad nos hace libres para presentar nuestros miembros para servir a la justicia, y nuestra unión con Cristo nos asegura que el pecado no se enseñoreará de nosotros. Esta palabra es promisoria. Son las promesas “limpias” de Dios las que producen la confianza en el salmista y en nosotros. Finalmente, veremos cumplidas todas ellas, ahora y completamente en la nueva creación.

Es muy importante orar por la santidad de la iglesia. El mundo seguirá con su deriva de impiedad, pero no debemos conformarnos con que haya en la esfera de profesión cristiana “apariencia de piedad”, si negamos “la eficacia de ella”.