Misiones: Un Mandato Divino para Proclamar el Evangelio

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Por : Claudio Quinteros

Introducción

A lo largo de la historia de la Iglesia, las misiones han atravesado continentes y épocas, destacándose como una fuerza impulsora que trasciende lo humano y lo eclesial. En este breve ensayo, exploraremos juntos la sólida base bíblica de las misiones, desde su fundamento en las Escrituras hasta su relevancia en la actualidad.

El concepto de misiones encuentra sus raíces en los cimientos mismos de la fe cristiana. Desde los albores del tiempo, Dios encomendó tareas específicas a individuos y grupos como parte de una misión divina más amplia. Aunque el término «misionero» solía asociarse con aquellos que llevaban el mensaje del evangelio a tierras lejanas, su significado ha evolucionado para abarcar a cualquier creyente comprometido con la proclamación del mensaje de salvación, ya sea en su comunidad local o en lugares distantes.

La Misión de Dios Revelada en las Escrituras

Desde el llamado de Abraham hasta la Gran Comisión dada por Jesús, vemos cómo Dios está comprometido desde el principio en su propósito eterno: redimir la humanidad para Su gloria.

En el Antiguo Testamento, Dios utilizó individuos como Abraham, José, Moisés, y los jueces para cumplir su plan redentor. Abraham recibió la promesa de ser una bendición para todas las familias de la tierra (Génesis 12:1-3), mientras que José, a pesar de ser vendido como esclavo, fue instrumento de salvación durante la hambruna (Génesis 37-50). La misión de José no solo involucró su propio bienestar, sino que fue instrumento de la providencia divina para preservar la vida del pueblo de Dios y de muchas otras personas.

La misión de Moisés, como se narra en Éxodo 3-14, trascendió la simple liberación física del pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto. Además de guiarlos hacia la tierra prometida por Dios a sus antepasados, Moisés asumió el papel crucial de transmitir la historia y las leyes fundamentales que moldearían la identidad del pueblo elegido. Fue durante ese peregrinar donde el pueblo recibió la revelación divina en el monte Sinaí; y donde Moisés, en su compromiso con la misión encomendada, escribió los primeros cinco libros de la Biblia, conocidos como el Pentateuco o la Torá.

Los jueces, como Gedeón, Débora, y Sansón, liberaron al pueblo de la opresión y restauraron la paz y la justicia. Estas misiones de liberación destacaron la fidelidad de Dios hacia su pueblo y su disposición para intervenir cuando lo invocaban en busca de ayuda (Libro de los Jueces).

Los profetas fueron enviados por Dios en misiones específicas para denunciar la injusticia y llamar al arrepentimiento tanto dentro como fuera del pueblo de Israel. Isaías, Jeremías y Amós (entre otros) fueron instrumentos de Dios para proclamar Su palabra y confrontar al pueblo con su pecado. Su misión no solo implicaba advertir sobre las consecuencias del pecado, sino también ofrecer esperanza y consuelo mediante la promesa del perdón y la restauración divina.

A lo largo del A.T., observamos cómo Dios no solo seleccionó individuos específicos para llevar a cabo su misión, sino que también escogió al pueblo de Israel en su totalidad para ser un faro de luz para las naciones, permitiendo así que estas pudieran conocerlo (Isaías 49:6; Salmos 67:2-3). Estos pasajes enfatizan que la naturaleza de esta misión era centrípeta, lo que implica que las naciones llegarían a conocer a Dios a través del testimonio y el ejemplo de Su pueblo. Sin embargo, Israel no logró cumplir plenamente esta misión. A pesar de su falla, las Escrituras anunciaron la venida del Mesías, quien personificaría de manera perfecta la misión de iluminar a las naciones.

La misión de Dios revelada en el Nuevo Testamento se manifiesta de manera contundente a través de la persona y la obra de Jesucristo. Jesús, el Mesías prometido, encarna en su persona la identidad y la misión de Israel. Él mismo declaró: «Yo soy la luz del mundo» (Juan 8:12), asumiendo el papel que originalmente se había encomendado a Israel.

Durante su ministerio terrenal, Jesús no solo enseñó sobre el Reino de Dios, sino que también lo demostró a través de sus acciones milagrosas y su amor sacrificial. Su muerte en la cruz y su resurrección posterior representaron el clímax de su misión, al ofrecer la salvación y la reconciliación con Dios a toda la humanidad.

Tras la resurrección de Jesús, él encomendó a sus discípulos la Gran Comisión (Marcos 16:15, Mateo 28:18-20, Lucas 24:47-48, y Juan 20:21), instándolos a hacer discípulos de todas las naciones (etnias), bautizándolos y enseñándoles a obedecer todo lo que Él había mandado. Este mandato estableció el fundamento para la expansión global del evangelio, una misión que sería impulsada por el Espíritu Santo en Pentecostés.

El libro de los Hechos narra cómo los discípulos, llenos del Espíritu Santo, llevaron a cabo esta misión, predicando el evangelio desde Jerusalén, en Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra, (en forma simultánea) tal como Jesús había comisionado en Hechos 1:8. La Iglesia primitiva, guiada por el Espíritu Santo, estableció comunidades de creyentes y proclamó el mensaje de salvación en todo el mundo conocido en ese momento. A lo largo de las epístolas del N.T, vemos cómo los apóstoles continuaron la obra de Jesús, enseñando y exhortando a las iglesias a vivir de acuerdo con los principios del Reino de Dios. La misión de Dios no solo se limitaba a la proclamación del evangelio, sino que también involucraba la edificación del cuerpo de Cristo y el testimonio vivo de los creyentes en el mundo.

El Mandato Misionero y la Iglesia Actual

La iglesia contemporánea debe retomar el mandato divino que se revela a lo largo de las Escrituras. Es importante comprender que la misión no es una iniciativa humana, sino que surge del corazón mismo de Dios y se comunica a través de Su obrar en el mundo. Por lo tanto, la participación en la misión de Dios no es opcional para la iglesia, sino un llamado divino que nos invita a ser agentes de Su bendición para toda la humanidad.

La iglesia que abraza la misión se caracteriza por el compromiso activo de la congregación en los propósitos redentores de Dios para toda la creación. Este llamado va más allá de nuestras propias actividades y se convierte en una expresión de la gloria de Dios en el mundo. Como comunidad de creyentes, somos llamados a proclamar el arrepentimiento y el perdón de pecados en el nombre de Jesucristo, con el fin último de glorificar a Dios.

Las Escrituras nos muestra que Dios no tiene simplemente una misión para Su iglesia, sino que la iglesia misma fue creada para la misión de Dios en el mundo. Este enfoque trasciende los límites de la congregación local y abarca un llamado global para ser testigos del amor y la gracia de Dios en todos los rincones de la tierra.

La misión, por tanto, no es una tarea trivial u opcional, sino que exige visión, urgencia, compromiso y una inversión total de nuestras vidas y de los recursos. Es un llamado que nos desafía a dejar de lado nuestras propias agendas y prioridades para abrazar el propósito eterno de Dios para la redención de la humanidad.

En resumen, la base bíblica de las misiones es clara y convincente, el mandato misionero y la misión de la iglesia en la actualidad son inseparables de la identidad y el propósito de Dios. Como parte de la iglesia de Cristo, tenemos el privilegio y la responsabilidad de participar en esta obra divina, llevando la luz de Cristo a un mundo necesitado de esperanza y salvación. En Apocalipsis 7:9, vemos una multitud de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, reunida delante del trono y del Cordero, adorando y alabando a Dios. Este pasaje nos recuerda que la misión de Dios es universal y abarca a todas las personas, sin importar su origen étnico o lingüístico. Nos insta a participar activamente en esta misión divina, uniéndonos a la obra redentora de Dios en el mundo. Que esta visión dada al apóstol Juan y a la iglesia toda, nos motive a comprometernos con la misión de Dios, predicando el evangelio a todas las naciones y contribuyendo a la expansión del Reino de Dios.