La Soledad en la primera infancia

Por : Ester Martínez
Vino, pues, palabra de Jehová a mí, diciendo:
Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué,
(Jeremías 1:4-5)
Cuando escribí el libro “Transmisión de Valores desde la Educación Emocional” (Andamio 2006), me di cuenta de una realidad que antes me había pasado desapercibida:
La soledad en la infancia se tiene muy poco en cuenta porque se da en situaciones que no son percibidas como un problema para la sociedad en general. Por lo tanto, no nos preocupamos demasiado por buscar soluciones, ni posibles actuaciones que pudiesen paliar la soledad en los niños que pertenecen al ámbito privado de los complejos entramados familiares.
El problema es que nos parece que los niños son solo los “adultos que han de ser”, que aún no sienten ni padecen. Confundimos “bajitos” con “incompletos”. Pertenecen al futuro y sus sentimientos y emociones pueden ser obviadas porque son solo “cosa de niños”. Pero cuando el sentimiento de soledad en la infancia es grave, las consecuencias pueden ser devastadoras en la salud mental y física posterior.
En el prólogo de la obra de Osterrieth: “Psicología Infantil” (Ed. Morata), el profesor Vázquez Velasco, nos dice que “Paul Alexander Osterrieth (1916-1980), profesor de la Universidad de Bruselas, opinaba que “no sabemos darle la importancia debida a la vida del niño, ni la consideración por lo que realmente es, mirándolo a veces, a través del prisma deformante de nuestros ojos de adulto. Pero “un mundo maravilloso -casi mágico- vive junto a nosotros sin que, generalmente, lo percibamos en su realidad auténtica: Es el mundo del niño: Ese desconocido”.
Seguiremos las etapas evolutivas del niño, marcadas por Osterrieth, intentando investigar cuáles pueden ser los motivos para que los niños muy pequeños se sientan solos, aún antes de nacer, y algunas de sus consecuencias.
Los nueve meses de gestación
Antes de nacer, la vida que se está entretejiendo es el germen de algo maravilloso: Un nuevo ser, que será diferente a todos los demás. Vendrá a la luz de este mundo siendo único e irrepetible. El Creador del Universo lo tenía todo bien calculado: Nueve meses que los padres necesitan para ir preparándose para el gran acontecimiento; en un sentido el niño está, durante ese tiempo, “sin estar del todo”, construyendo la imagen de lo que será en el momento maravilloso del parto.
La transmisiónn genética es incuestionable, llevará para siempre su sello hereditario. Pero también, ya en el vientre de la madre, el niño/a no es solo fruto de la herencia. Ningún científico, por determinista genético que sea, se atrevería a cuestionar este hecho. El feto está sometido ya a un ambiente: El del “claustro materno” y recibirá las “emociones” que la madre vaya experimentando. Sus tristezas, sus soledades y sus alegrías serán, por vía química, también un poco las de él o ella. Y al nacer, llevará “puesta” lo que en Psicología llamamos “bipolaridad herencia-ambiente”.
Ese ambiente “intrauterino” influirá en el nonato, por tanto, todos deberían hacer un gran esfuerzo por erradicar sentimientos de soledad y amargura en la madre y, aunque no se debería jamás permitir el maltrato, ¡mucho menos durante el embarazo!
Se sabía que el alcohol, el tabaco, las drogas…, incidían negativamente en el modo en el que el feto se desarrolla. Ahora la ciencia ha descubierto que las emociones de la madre, también, desempeñan un papel esencial.
Cristina Sáez, en un artículo en la Vanguardia (mayo, 2012) escribe: “Durante mucho tiempo se creyó que el feto ni sentía ni padecía en el útero de la madre, felizmente protegido por la placenta. No obstante, numerosos estudios científicos, realizados en las últimas décadas, están poniendo de manifiesto que el estado emocional de la madre, durante la gestación, va a afectar la salud mental del bebé. Eso es así porque en el cuerpo de la madre gestante aparecen cambios emocionales traducidos en variaciones bioquímicas, ya que las emociones se asocian a la segregación de hormonas”.
Freud fue el primero en percatarse de la importancia de los sentimientos de las madres. Insistió en que la educación emocional de los hijos no empezaba cuando estos nacían sino en el útero materno.
“Quizás el feto no puede sentir tristeza, alegría, soledad o miedo” tal como enseña el profesor de Psicología de Emoción y Motivación de la UNED, Enrique García Fernández Abascal (experto en Psicología Perinatal) “porque en ese estado, el bebé, carece de la maduración neurológica para tener emociones como un adulto ya que se requieren, al menos, tres meses después de nacer, para que se desarrollen los tubos neurales necesarios para esas emociones. Sin embargo, los fetos si tienen sensaciones, sienten bienestar, placer, saciedad, alarma o sobresalto. Es decir, de alguna manera, perciben las emociones de la madre que son un regulador de la fisiología de ella y de su bebé.
Las emociones positivas, generan una atenuación del sistema cardiovascular y una activación y refuerzo del sistema inmune. Es decir que cuanto más alegres estén las mamás más “vacunados” estarán los“En cambio, cuando les embargan emociones negativas, segregarán hormonas tóxicas: El corazón se acelerará y se deprimirá el sistema inmune, lo que dejará al bebé más vulnerable, incluso ante las enfermedades. De ahí que sea esencial que la madre establezca vínculos con el niño desde el momento de la concepción, con gestos habituales en las embarazadas, como tocarse la barriga o acariciarse. El feto recibe una experiencia positiva sensorial y se produce una respuesta bioquímica de placer que se traduce en la selección de hormonas que ayudan a establecer ese vínculo entre ambos”… “La placenta funciona como una especie de envoltura protectora. No obstante, estados de emociones negativas continuadas pueden afectar esta función, sobre todo el estrés, porque cuando la madre se encuentra en una situación estresante se produce en su organismo una cascada bioquímica que consigue atravesar la barrera placentaria y dispara la respuesta de alerta en el feto”… “Si el estrés materno aparece en momentos concretos no ocurrirá nada grave, sin embargo cuando las situaciones son prolongadas el bebé sí será afectado”.
En Lc. 1:44 encontramos un ejemplo de lo mencionado: El hijo de Elisabet saltó de sobresalto y júbilo en el vientre de su madre al oír la voz de la virgen María.
El nacimiento
La llegada del hijo tiene que estar protegida por intimidad, calma y acompañamiento, siendo recomendable que el niño/a, permanezca junto a la madre el máximo de tiempo posible para evitar sentimientos de soledad perinatal. Hoy, inmediatamente después del parto, se pone al bebé sobre la madre para que pueda percibir que, aunque ya ha “llegado” ¡no está solo! Incluso cuando tienen que estar en la incubadora, se permite a las mamás acariciarlos proporcionándoles la sensación de acompañamiento. Se ha cortado el cordón umbilical físico, pero madre e hijo, acompañados del padre, necesitarán estar juntos durante mucho tiempo en esa nueva vida conjunta.
Pero no todos los niños tienen la posibilidad de vivir junto a sus progenitores después de nacer. Cada año, muchos bebés son abandonados por sus padres y otras decenas son olvidados en las cunas de centros de acogida y, en medio de esa soledad, el desarrollo psico-afectivo del niño se va deteriorando.
Neyeli García escribió, hace unos años, el artículo: “Ser un Bebé Abandonado” en el Diario de Almería y en él expuso:
“Tenemos que reconocer que, a veces, el abandono en el momento del nacimiento se da con la esperanza de que otras personas puedan proporcionar al hijo una vida mejor. Pero aun así, apenas conocemos las consecuencias que tendrá el ser un niño abandonado desde la cuna.”
La psicología habla del término “apego” que se define como un vínculo muy especial que se establece entre madre e hijo (y en caso de no estar la madre entre el cuidador primario y el recién nacido). Esta relación es mucho más fuerte con la madre porque los lazos de vinculación no empiezan al nacer sino que van creciendo durante la gestación y producen compañía, consuelo, agrado y placer. Los psicólogos infantiles lo describen como el andamiaje para todas las demás relaciones. Cuando no se establece, o se interrumpe la posibilidad de “apego”, la soledad se establecerá de forma muy precoz en la vida del bebé, dando lugar a los llamados “traumas de apego”. Los brazos de la madre son imprescindibles. Parece que los bebés que están las primeras horas después del parto en la cuna, separados de sus madres, lloran 10 veces más que los que están en los brazos de la madre. El instinto nos dice que lo mejor, después del parto es la cercanía materna que, al darle de mamar, va a proporcionar un sentimiento de seguridad y acompañamiento que podrá paliar la soledad, quizás, durante toda su vida.
El primer año y medio de vida
Los lazos establecidos entre el bebé y las figuras de apego son, en esta etapa, determinantes para su seguridad posterior. La palabra clave es amor manifestado en proximidad, caricias, palabras y, aunque las reglas semánticas y morfológicas le sean aún muy desconocidas, tendrán el efecto inconsciente de evitar muchas soledades posteriores.
El psiquiatra Rojas Marcos lo explicará así:
“A los pocos días de nacer los bebés ya se relacionan activamente con el entorno. El continuo flujo de imágenes, sonidos, olores, caricias y, sobre todo, de palabras acompañadas de contacto visual y emocional, forjan la organización cerebral de los niños…A los seis meses las criaturas reconocen las voces de su lengua materna. Durante el primer año de vida, los estímulos verbales ayudan a formar la base neurológica que les va a permitir razonar y adaptarse. De hecho, se ha demostrado que para la maduración saludable de los cimientos del pensamiento que se establecen en los primeros años de vida, la conexión con otras personas, por medio de palabras, constituye un estímulo muy poderoso.”
Me gustaría subrayar unas frases del libro “Transmisión de Valores desde la Educación Emocional”:
“Es curioso que nuestra sociedad tan proclive a dar, a ser solidarios, a proclamar la necesidad de manifestar cercanía a los necesitados…, sea tan mezquina con los niños y los deje en estados de soledad difícilmente denunciable y demostrable.
En algunas familias está casi prohibido hacerles caso, tomarlos en los brazos cuando lo reclaman o dormirlos en la cercanía materna; todo eso se da en aras de ideas, incluso sostenidas por profesionales, de que lo correcto es la distancia entre madre e hijo, no sea que “el niño se acostumbre a los brazos”. Cuando escucho esa frase entro en crisis, ya que los que la pronuncian no pueden ni imaginar las consecuencias de soledad que van a generar en ese niño, al que no se le coge y se le deja llorar hasta dormirse agotado.
Para mí es una locura que lo que se aconseja, a veces, sea dejarlos casi continuamente en su cuna o en su sillita y/o llevarlos, cuanto antes, a la guardería … Como si, desde lo antes posible, se tuviese que evitar la cercanía y promover la soledad y la falta de apego.
No debemos permitir que nos inculquen ideas fuera de todo sentido común y, lo que es peor, que insistamos en ponerlas en práctica, aunque nuestro instinto nos diga lo contrario. Creo que lo correcto es responder al llanto (el mejor método de comunicación de los niños pequeños), de forma eficaz: Acercándonos, cogiéndole, demostrándole el amor, acunándole, cantándole, no dejándole solo.
Además, tristemente, el llanto puede ser un desencadenante común de golpes o palizas cuando no se puede soportar que el niño llore. Debemos enfatizar que los niños mayores, si tienen que sufrir una separación (trauma de soledad), reaccionarán mucho mejor si han tenido una sólida relación con su madre en los primeros meses de vida y se les ha demostrado que se les quería en esa edad temprana.
Cyrulnik B. en su libro “Los Patitos Feos” (2002) dirá “que los niños heridos, cuando se convierten en resilientes (propiedad de la materia que se opone a la rotura por el choque o percusión) se ven obligados a desarrollarse mejor y, enfatiza, que una infancia infeliz no determinará su futuro sino que dependerá, de forma muy importante, de las relaciones que haya establecido al principio de su vida.
Anna Freud, ya en 1940, al recoger en Londres a niños abandonados, había percibido en ellos importantes alteraciones del desarrollo.
René Spitz, en la misma época, había señalado que los niños desprovistos de una estructura afectiva, en los primeros meses de vida, sentían tal soledad que dejaban de desarrollarse bien.
Spitz pudo comprobar la eficacia de los cuidados de la madre en el desarrollo somático y psicomotor del niño y también que los desórdenes afectivos eran debidos a la ausencia de la figura materna y a la sensación de soledad que daba lugar a la aparición de trastornos. (Spitz R. La Première Anne de la Vie de L’enfant, prefacio de Anna Freud, Traducción española Madrid, Aguilar, Santillana 1993).
Por lo tanto, en este primer año y medio de vida se debe evitar la soledad, acompañando al bebé durante todo el día y, especialmente, al ir a dormir. También mecerlo le produce placer y, la presencia del adulto, le dará la seguridad que necesita. Al estar en su cuna el adulto debe aparecer cada vez que el niño se despierte y llore para acompañarle plácidamente al dormirse de nuevo.
Pieper y Pieper, en su libro “Adictos a la infelicidad” (2003) nos explican que cuando las lágrimas del niño se ignoran y se les deja llorar en su soledad, haciéndolo “por su propio bien”, los niños asumen que la infelicidad que sienten es conveniente ya que los padres son los que lo permiten. Los autores mencionados llaman “norma del amor” a educar a los hijos sin añadir infelicidad y sin privar a los niños del cariño, la presencia y la admiración de sus padres.
Se da mucha importancia a evitar la soledad en este período porque situaciones de abandono, en la infancia temprana, son especialmente graves ya que en el futuro no habrá memoria consciente de estos años y, por lo tanto, cualquier trauma intentará aflorar a través de síntomas.
De 18 meses a 3 años
En este período el niño necesitará añadir al amor, en todas sus manifestaciones, la palabra raigambre. Son unos meses en los que se le tiene que facilitar al niño/a que pueda asentar bien sus raíces (pertenencia). Se le debe dar la posibilidad de decir: Mi casa, mi papá, mi abuelo, mi mamá, mi camión… Es el tiempo en el que tiene que vivir un acercamiento a su “ego” para poder, en etapas sucesivas, mirar hacia fuera y tener empatía con los que le rodean.
No es bueno que el niño tenga que hacer demasiados cambios que le desarraiguen. Hay que darle tiempo para que el árbol de su vida esté bien sujeto a su “parcela”, a sus padres, a su casa, a sus afectos, evitando la sensación de soledad.
Juan Corbella insistirá en que eso sea así por la necesidad de asegurar esa relación, de una forma profunda y duradera. Es por eso que, en el caso de una separación o divorcio de los padres, durante este periodo, el niño sentirá una terrible soledad.
Hay una relación causa-efecto entre una infancia sin la seguridad que dan unas raíces bien establecidas y problemas psicopatológicos de distintos tipos en el futuro. Tenemos que evitar, como dice el doctor Rojas Marcos, que nuestros hijos sean niños “Ping Pong” que no puedan enraizarse bien ni apoyarse, en las figuras parentales, con toda seguridad. El niño ya entiende mucho en esta edad y se comunica de forma increible. J. A. Marina describe este periodo de forma magistral:
“A esta edad el niño va a enfrentarse con la mayor crisis en su desarrollo: El conflicto entre la nueva autonomía que consigue y la antigua relación simbiótica que abandona. Su mundo afectivo va a sufrir cambios. Hasta los 30 meses hay una época en que no puede evitar los ataques de furia. Aparecen también el juego simbólico, las pesadillas, el interés por sus genitales, los cambios bruscos de humor y otros sentimientos en los que intervienen las normas, el juicio sobre su comportamiento y juicio sobre lo ajeno. Descubre el sentido de la responsabilidad y entran en su vida las miradas ajenas, poderosas, acogedoras o terribles” (Marina J. A. 2005).
Este mismo autor, citando a Bowlby, dirá en su libro “Aprender a Vivir” “…La presencia o la ausencia de una figura de apego determinará que un niño esté o no alarmado por una situación potencialmente peligrosa porque a esta edad empieza a tener importancia la confianza o la falta de confianza en que la figura de apego esté disponible, aunque no esté realmente presente”.
Es también probable que el niño manifieste algunos temores sobre todo a no poder estar con su mamá y si hay gritos o maltratos a su alrededor se angustiará muchísimo y tendrá mucho más miedo a la soledad. No debemos negarle nuestra presencia cuando la pida, ni reírnos o asustarle dejándolo solo.
Todo lo dicho hasta este momento nos debe inducir a dar mucha más importancia al tiempo de gestación y a los tres primeros años de vida después del nacimiento que, normalmente, nos pasan como si fuesen poco importantes para paliar soledades en esos momentos y en el futuro de esas vidas infantiles.